jueves, 30 de enero de 2014

Vedere Napoli, e dopo morire

Según la mitología, Parténope era una de las sirenas (que tenían cuerpo de ave y cabeza de mujer - la imagen de cuerpo de pez y torso de mujer es muy posterior) que tuvo que morir cuando Ulises y sus compañeros pudieron resistir al hechizo de su canto. Recordemos que Ulises había hecho que sus hombres se taparan los oídos con cera, y que a él mismo lo ataron firmemente al mástil de su barco pero con sus oídos libres, de modo que pudiera escuchar el atrapante canto de las sirenas sin ser capaz de seguirlo.

El cuerpo de Parténope fue arrastrado a una playa, de donde los pobladores del lugar lo rescataron y sepultaron en un monumento donde la sirena muerta comenzó a recibir homenajes y culto. Alrededor de ese templo se fue levantando la ciudad de Neápolis (Nápoles).

Con semejante pedigree, Nápoles puede sobrellevar dignamente las sogas con ropa secándose al aire, que atraviesan sus estrechas callejuelas en la parte más antigua (por ejemplo, el barrio español).  En Buenos Aires no encontramos esos colgajos impúdicos, pero al fin y al cabo la Reina del Plata no tiene otro antecedente que el de haber nacido junto a un río marrón, como cuatro ranchos de barro levantados por unos españoles que buscaban afiebradamente un reino de inmensas riquezas que nunca encontraron.

Tal vez sería bueno saber que las estrechas y zigzagueantes calles de la Nápoles vieja  muestran engañosos frentes descascarados de edificios de doscientos años o más, todos construidos con ladrillos y cal, arcos de bóveda, y muros de 50 centímetros de grosor propios de una época que desconoció el hormigón armado.  Digo que los frentes son engañosos porque los interiores de estas casas de cuatro pisos albergan departamentos amplísimos, con todo el confort y un estilo exquisito.

El mismo día de nuestra llegada a Nápoles (era un domingo) salimos a caminar por la tarde.  Las calles estaban repletas de gente paseando distendida, mirando las vidrieras o conversando en grupos en un ambiente festivo. Al día siguiente leí, en las ediciones on-line de los diarios, que había habido un temblor en la zona y la gente había salido de sus casas como medida de precaución. Quedé extasiado.  Yo no había sentido el temblor, pero si la forma que tienen los napolitanos de esquivar un terremoto es hacer un paseo relajado y alegre por las calles, se han ganado con eso mi ilimitada admiración. Al fin y al cabo hace siglos tienen como amenazante vecino al Vesubio, que en el siglo I arrasó con las poblaciones que están sobre sus laderas, y en 1631, 1872 y otras les dió un lindo susto a toda la región. Un temblor más o menos no va a arruinarles el domingo, y hasta parece que les ayudaría a superar la clásica depresión de la última tarde del fin de semana.

Eso es lo que percibí, lo que recibí en Nápoles y en toda la zona sur de Italia, de la rodilla de la bota para abajo: la actitud de que la vida es hermosa, de que hay que vivirla y disfrutarla bocado a bocado, saboreándola y dándole vueltas en la boca para que suelte todos los sabores y aromas que contiene.  Y se ve esta actitud en todo: en el gusto por vestirse bien, en la interminable variedad de pastas, salsas, quesos, vinos, postres; en los colores brillantes de las casas, en el hablar con muchos gestos, la música sentimental y dulzona ("Torna a Surriento"), la casas con huerto y jardín, las cerámicas adornadas con flores y frutas, los pesebres navideños, en fin, en todo lo que se hace y dice. Los napolitanos cometen una sola gaffe con esa frase inaceptable: "Vedere Napoli e dopo morire" que nos condena a disfrutar sólo una vez en la vida de esa experiencia.  Pero tal vez no sea más que una muestra de esa grandilocuencia, de esa exageración verbal que los caracteriza.

Un breve comentario más.  Es sabido el pobre concepto que los habitantes del norte de la península tienen de los que viven en el sur.  Los del norte son una gente alta y mayormente rubia, seria y muy trabajadora, que viven la mayor parte del año bajo unos cielos nublados que siempre parecen estar a punto de lluvia o nieve.  A mí me parece que las críticas y burlas de los del norte hacia los del sur son una forma de disimular la envidia de una gente a la que el clima no les deja otra diversión que la de trabajar y dormir para juntar dinero con el que viajar a regiones más benignas.  Y eso es realmente muy triste.




viernes, 17 de enero de 2014

El oro del Vaticano

Bueno, hablando de mi experiencia en Italia, voy a tocar el tema del oro del Vaticano, del que vengo escuchando hablar casi desde que sé caminar.  Para empezar: no es un mito. Hay oro en cantidad, sobre todo en algunas iglesias (como la de San Juan de Letrán, San Giovanni in Laterano), y algo menos en San Pietro donde, por otro lado, sí hay abundancia de expresiones de arte.  No es esto una gran novedad, todas las culturas han tratado siempre de mostrar su pujanza a través de templos de lujo increíble, como los templos asiáticos que vemos en las fotos, al lado de los cuales San Juan de Letrán es un rancho con piso de tierra.



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Es cierto, por otra parte, que es la Iglesia Católica la que ha predicado siempre el espíritu de pobreza, por lo que tanta ostentación representa, por lo menos, una contradicción, si es que no hipocresía. Y es cierto que parece que todos critican estas cosas únicamente en la Iglesia Católica. Seguimos.

Dejando de lado esto, tal vez convenga aclarar que de todas las iglesias de Roma, que en general se nombran genéricamente como "El Vaticano", sólo están realmente en el Vaticano: San Pedro y la Capilla Sixtina, junto con otras capillas internas, menores, la Piazza San Pietro y los edificios que la rodean.  Todo lo demás está en Roma, es decir en Italia; pero es cierto también que fueron las iglesias de Roma fueron construidas cuando los papas gobernaban sobre toda la ciudad, y sobre una parte importante del actual territorio italiano.

Tengo sentimientos contradictorios al respecto.  Muchas de las obrás más suntuosas son a la vez muestras de arte de una calidad estética insuperable; por ejemplo, los candelabros y la cruz,que hay sobre el altar de San Pedro, bellísimos, un capital cultural invalorable ... y que son de oro, si no totalmente, si en gran parte.  Me parece excesivo, pero a la vez me creo que sería lamentable perder esa bella muestra de arte.  Y creo además que si se fundiera todo el oro de todas las iglesias de Roma, (¿5.000 millones de dólares?) tendríamos para darle 5 dólares a cada uno de los pobres del mundo, por lo que, salvo como un gesto de desprendimiento de la Iglesia, no creo serviría de mucho ... En fin: lo que está, está.  Pero pensar en repetir ese despliegue de lujo me parece, a esta altura de la historia, un disparate incomprensible. 

Dejando de lado el tema del oro, que me parece que no se va a cerrar nunca, quería ahora comentar otra cosa que, esta sí, me dejó como católico profundamente dolido y avergonzado.  Cerca de la orilla del Tíber, por la zona del templo de Vesta y el teatro de Marcello, se  encuentra la gran sinagoga de Roma.  Este edificio está en la zona de lo que fue, en su momento, el Gueto de Roma, un conjunto de no más de tres manzanas donde se hacinaban unas 2000 personas, en una zona expuesta a las frecuentes inundaciones del Tìber.  Los judíos que residían allí sólo podían salir de día, llevando hombres y mujeres una humillante vestidura amarilla (el mismo color del que eran obligadas a vestirse las prostitutas) y debían encontrarse de vuelta en el guetto una hora después de la puesta del sol, cuando se cerraban las puertas. Esta ignominiosa reclusión fue creada por orden del Papa Paulo IV en el año 1555.  Se obligó a los judios encerrados allí a financiar el costo de la construcción de la muralla que encerraba todo el barrio; cada judío debía pagar un impuesto especial; sólo se les permitía ejercer ciertos oficios considerados deshonrosos, y no podían tener propiedades ni siquiera en el ghetto, por lo que las malsanas casas en las que vivían eran propiedad de cristianos que se las alquilaban. Los sábados, el día santo de los judíos, eran obligados a escuchar un sermón por un sacerdote católico en una iglesia cercana al ghetto. Una vez al año el rabino tenía que pedir, en postura humillante y ante el arco de Tito (que conmemoraba la destrucción de Jerusalén en el año 70, por ese emperador romano) permiso para que los judíos vivieran un año más en Roma.  Para dar por cerrada esta ceremonia, el rabino debía presentar la espalda al jefe del consejo de gobierno de la ciudad de Roma ... que le daba una patada en el culo.  Estas y otras indignantes vejaciones salpicaban la vida del gueto, en medio de aguas servidas, piojos y miseria.

Esta infamia se conservó casi durante 300 años, y ninguno de los papas que gobernó la ciudad en ese período pensó jamás en dejarla sin efecto.  Alrededor del año 1850, el papa Pio IX debió dejar Roma a raíz de una revolución (parte del proceso de unificación de Italia). El gobierno surgido de esta revolución liberal se propuso demoler el guetto, y de hecho dejó sin efecto todas las medidas restrictivas contra los judíos.   Pero el papa volvió con el apoyo de tropas francesas y volvió a instalar con toda la fuerza la existencia del gueto y las normas represivas contra los judíos. Fue el mismo Papa Pio IX, (a quien Juan Pablo II convirtió en beato), que ahora tiene un lugar en los altares, y al que los católicos ya pueden pedirle que presente sus súplicas ante el padre eterno ...

El guetto fue abolido formalmente en 1882, por el gobierno de la nueva república de Italia, pero fue restablecido 50 años más tarde por un político italiano que es de mal gusto nombrar, pero que era profundamente admirado por el General Perón.

Así, pues, como católico me duele y avergüenza profundamente esta negra página de la historia de la Iglesia. Y me duele tanto más porque hay mucha gente que no se indigna por ella, demasiado ocupados en la discusión sobre el oro del Vaticano.  

Ya está, y al que le pique ... que se rasque.

Hablemos de Italia...

Italia. Qué voy a decir sobre Italia ... una cita postergada tantos años. Empecemos por alguna parte. Conocí, desde chico, italianos - cientos. Con los años me enteré de las diferencias que cultivan entre los del norte y los del sur, supe de los dialectos y tantas otras particularidades, pero por años para mi eran todos italianos (tanos). Y conocí realmente muchos. En mi infancia, gran parte de mis vecinos pertenecía a la última inmigración importante, la que se produjo después de la segunda guerra mundial, y muchos amigos míos eran hijos de esos inmigrantes.

Los tanos siempre me parecieron - nos parecieron - gritones, exageradamente ampulosos, exhuberantes, a veces algo ridículos.  Mostraban costumbres, claro, distintas, y reflejaban la experiencia de gente que vivió años escapando a la miseria. Tenían devoción por la quinta en el fondo de la casa, con su albahaca, sus tomates y su olivo que, en general, sólo usaban para llevar un ramito a la iglesia en el domingo de Ramos.  La larga mesa familiar, las pastas y el vino eran objeto de culto. 

Hace tres días que volví de Italia, luego de un viaje de dos semanas con Raúl. La experiencia me sirvió para descubrir una verdad; los italianos fuera de Italia, son como leones en la jaula: tienen algo de patético y algo de ridículo.  Pero así como el león, parado en la llanura africana, surge como el rey y dominador, un italiano en Italia se nos revela tal cual es. Y todo lo que parecía ridículo en él, cuando lo veíamos fuera de su tierra, en su  "paese" toma un carácter distinto y lo muestra tal como es.

En Italia visitamos a los parientes de Raul que viven en Sorrento - que es mucho decir.  Allí, sentado a la larga mesa en la que se encontraban tres generaciones, desde el nono octogenario hasta el nieto recién salido de la adolescencia, disfrutando la pasta "al dente" de la mamma, con la salsa preparada, cómo no, con los tomates y pepperoni que ella misma cultiva en su "giardino" y con el aceite casero de sus propios olivos; saboreando una copa de vino blanco y rematando el opíparo almuerzo con unas deliciosas sfogliatellas y la pastiera, hechas en casa; todo esto, mirando por la ventana el panorama de la isla de Capri y la bahía de Nápoles, ahí, en ese momento, todos los tanos que había conocido se me revelaron de golpe, como si los viera por primera vez pero, ahora sí, abarcándolos como realmente son. 

¿Cómo no van a ser ampulosos y exhuberantes si crecieron viendo ese mar verdeazul y esas colinas con olivos y viñedos? Cada vuelta de un camino muestra una pared hecha de piedra hace doscientos o trescientos años.  Los pueblos tienen tanta historia, y no sólo la historia con mayúscula (por esta ruta que recorremos hoy en auto, llegaban a Roma los generales vencedores...), sino la otra, la íntima; todos saben que en la iglesia del pueblo se casaron, y bautizaron, sus padres, abuelos, bisabuelos y más atrás ... saben que sus antepasados recorrieron los mismos senderos, durante siglos; y que esos olivos han provisto de aceite a generaciones de la familia.

Italia es un plato para saborear despacio, y para repetir.  Tengo con ella una cita que no puedo esquivar...  

miércoles, 15 de enero de 2014

La vida verde ...

Todavía era invierno, y hacía frío.  Pero un día cualquiera, al  mirar por la ventana, el duraznero aparecía con sus ramas llenas de flores rosadas.  Y del otro lado del tapial, en la casa de al lado, el ciruelo se había convertido en una nube blanca que se recortaba contra el cielo maravillosamente azul de los últimos días del invierno. Pasaban los días y las flores dejaban caer sus pétalos, y los árboles se cubrían con el verde luminoso del follaje nuevo, y uno sabía que la primavera, y los días más largos, ya estaban cerca.  Ya anticipaba el placer del roce de las manos en la piel aterciopelada de los duraznos, de su suave perfume y la jugosa pulpa.
Pasaban las semanas y avanzaba la primavera, con esos atardeceres luminosos que se extendían cada día un poquito más.  Y aparecían las rosas, la Crimson Glory en el jardín del frente, con sus flores aterciopeladas y el más intenso perfume que conocí, y las Queen Elizabeth con sus ramas larguísimas y racimos de flores rosadas, sin perfume, pero incontables.  Los gladiolos (que todavía no habían degradado en flor de corona fúnebre) levantaban sus varas imponentes, de rojos y amarillos intensos, por encima de los canteros con pensamientos y minutisas.
Diciembre se anunciaba con las azucenas híbridas que eran mi orgullo, las rosadas Pink Perfection, las flores abiertas y doradas de las Royal Gold,  o las majestuosas trompetas de las Lilium Regale, con el exterior color borgoña, el interior blanco perla y sus estambres rojos y sobresalientes.
 Con los primeros calores verdaderos, el jazminero (en realidad, gardenia, como supe después) que era el orgullo de mamá, comenzaba a abrir sus flores blancas, poco llamativas, al mismo tiempo que inundaba el jardín con su incomparable esencia. Durante años, el perfume de los jazmines fue para mi el olor de la Navidad.
El terreno de la casa era grande, y siempre produjo flores, frutas y hortalizas. En verano yo ayudaba a papá a regar los tomates, que crecían enredados en cañas de bambú.  El agua, al mojar las hojas de los tomates, despertaba el olor de éstas, un olor que también brotaba de los frutos maduros listos para la ensalada, y que jamás encontré en los tomates de ninguna verdulerìa. Y es que a veces sembrábamos algunas verduras más por el placer de verlas crecer, de cosecharlas y llevarlas frescas y sabrosas a la mesa, que por la ventaja económica que pudieran significar.
Las plantas estaban siempre presentes, y nos proporcionaban grandes alegrías, de diversas maneras.  En casa todos gustábamos del jardín, la huerta, los frutales, que a mucha otra gente les resultaban totalmente indiferentes.  Una semilla, un bulbo o un gajo brotando y echando sus primeras hojas, nos proporcionaban una satisfacción inmensa.
Mi amor por las plantas había estado siempre latente, pero se desató con más fuerza cerca de los veinte años, y ya no me abandonó nunca.  Se unió a un interés por la botánica que en realidad lo potenciaba. Y así, saber que la "bandera española" (según las bondadosas señoras aficionadas a las plantas) era una "Kniphophia Uvaria" originaria de Sudáfrica, se volvió importantísimo para mí. Y al mirar esa planta en mi jardín, me imaginaba a sus  modestos antepasados creciendo en las llanuras del sur de África, entre rebaños de cebras y con el fondo del rugido de los leones, y así sus flores rojas y amarillas aumentaban su importancia.
A medida que fui conociendo a los grandes botánicos y exploradores de los siglos XVIII y XIX, Humboldt, Banks, Ruiz y Pavón y tantos otros, aumentaba mi admiración por esos enamorados de las plantas que no dudaban en aventurarse por las regiones más salvajes e inhóspitas, clasificando los miles de especies que iban desde humildes hierbas hasta árboles gigantescos, imponentes.  En esa época que tanto valoraba la ciencia, el interés por la botánica era un rasgo de distinción y de cultura, y nobles y reyes se sentían honrados por financiar estos estudios. 
A lo largo de los años seguí cultivando este amor por las plantas, cuanto más exóticas y raras, mejor.  En algún momento, por alguna lectura, empecé a aprender sobre las orquídeas, lo que con los años se convirtió en la afición de más largo alcance. Pero de eso hablaré en otro momento.