martes, 14 de junio de 2016

Hermanos, la Misa ha terminado (para siempre). Podéis ir en paz (gracias, y no volveré).

No sé quién leerá esto. Tal vez usted, padre, o usted monseñor o, quien sabe, el mismo ocupante de la silla de Pedro. O quizá algún laico comprometido.  O tal vez ninguno de éstos porque ahora están en un momento de gloria, sienten que están a punto de alcanzar aquello por lo que tanto han bregado durante años, embriagados con el olor del éxito, demasiado ocupados para prestarle atención a las pavadas que yo pueda escribir.

Esto es una despedida. Alguien dijo que todas las despedidas son tristes, pero esta ciertamente no lo es; la única tristeza posible que tiene es la de no haberse producido veinte, treinta años atrás; pero en cambio está cargada de amargura y bronca.

Se ha dicho por ahí, y también se ha repetido, que las mejores despedidas son siempre breves. Esta, sin embargo, va a ser larga, porque es una despedida de ideas, de prácticas, de sentimientos que abarcan una parte muy larga de mi vida y de mi contexto. Va a ser una despedida en capítulos, digamos.

En un momento que no puedo recordar, en la iglesia a medio edificar de González Catán, el párroco Criscuolo echó un poco de agua sobre mi cabeza, me untó con un óleo consagrado y metió su dedo con sal en mi boca (esta práctica inmunda, afortunadamente, fue convenientemente depurada en las versiones actualizadas del ritual).  Desde ese preciso momento quedé incorporado la Iglesia Católica, unido espiritualmente con las tres divinas personas de la Santísima Trinidad y con una muchedumbre de todas las épocas en la que se confunden, en alegre revoltijo, el santo que cuidaba leprosos y el inquisidor que se entretenía asando judíos y otros infieles.

Guardo, sí, algunos recuerdos bastante claros de mis primeros años y de lo que podíamos llamar mi relación con la iglesia.  En uno estoy saliendo de la mano de papá y mamá de la Iglesia Parroquial de San Miguel (¿Tal vez el casamiento de mi tío Daniel?) mientras las campanas llenaban con su alegre sonido metálico la plaza vecina. En el otro recuerdo estamos saliendo de la Parroquia de Lugano, luego de la misa por el aniversario del fallecimiento de no sé qué pariente (y creo que habíamos llegado tarde). En la entrada del templo, primos y primas de mi papá con su familia.  En estos dos recuerdos mi memoria conserva la imagen de un día soleado, espléndido, con un cielo intensamente azul.

Más nítido es aún este otro evento: tal vez por curiosidad, tal vez por estar aburrido en casa, un día acompañé a misa a mi vecina Norma y a su abuela Amelia, mujer de fuerte carácter. En ese entonces aún no se habían puesto en práctica las reformas litúrgicas del Concilio Vaticano II y el celebrante oficiaba de espaldas a los asistentes, en latín; en el momento de inclinarse ante el retablo del altar los acólitos levantaban por detrás la sotana, alba y otros ornamentos para evitar una dramática revolcada del sacerdote al enredarse con las pesadas vestiduras.  Todo ese ambiente de flores, luces y velas,  palabras en otro idioma, movimientos del sacerdote, cantos, me atrapó con su misterio y con esa cualidad que, incluso hoy, es una de las pocas virtudes que le reconozco a la Iglesia Católica: la apreciación de la belleza y del hecho artístico.  Casualmente, las nuevas camadas de sacerdotes "revolucionarios" han dejado de lado este gusto y transitan por todas las vulgaridades del populismo.

Mi interés y curiosidad por lo religioso fue creciendo. Andaba por casa un viejo rosario, medio desarmado, que había pertenecido a mi finada abuela Lucía (a quien jamás conocí - murió casi treinta años antes de que yo naciera) y un devocionario para niños, que supongo pudo haber pertenecido a mi papá. Se llamaba "Mi Jesús" y tenía tapas negras con letras doradas, ya muy gastadas. Estaba lleno de oraciones y consejos para los niños que querían ser buenos e ir al cielo; por ejemplo, contaba cómo el demonio se ponía contento cuando un niño prefería jugar antes que hacer lo que le dicen sus padres (o sea, siempre).  También había dos imágenes, en páginas contrapuestas, en una un ángel escribía en un libro blanco cosas como "obedece a tus padres", en la otra un demonio escribía en un libro negro "busca malas compañías".  Aparte de la evidente dificultad de un chico de 7 u 8 años para entender cuándo las compañías son malas y cuando buenas, sinceramente era mucho más atractiva la imagen de Satanás con sus magníficos cuernos y alas de murciélago, larga cola y manos con garras, ante la cual la figura del ángel resultaba bastante desteñida.

Pero lo más interesante del devocionario eran las oraciones que proponía para diversas actividades o momentos del día. En una ocasión leo las oraciones sugeridas para la noche, acompañadas con la recomendación de rezarlas con devoción y modestia, pensando que tal vez esa misma noche yo podía morir.  Ni qué decir que, cuando al final me obligaron a ir a la cama, luego de resistir heroicamente el sueño que quería derribarme (estaba realmente aterrado por la posibilidad de quedarme dormido y no volver a despertar), rompí a llorar para asombro de papá y mamá. Cuando me preguntaron lo que me pasaba, alcancé a contar, entre pucheros, que el librito consabido decía que tal vez yo podía morir esa misma noche. Papá se enfureció y prometió tirar a la basura ese devocionario nefasto, cosa que desde luego no hizo porque le daba miedo pensar que, si tiraba ese libro lleno de imágenes de santos, Jesús y su madre, quién sabe que horrible castigo podría caber sobre él.

Así me fuí internando en el viscoso laberinto de culpas, castigos, arrepentimientos, deseos de santidad y ascenso espiritual.

Otro día la seguimos.