jueves, 5 de junio de 2014

Las tres enseñanzas de la señora Isabel

Hoy, jueves 5 de junio, Facebook me regaló una noticia de las que me desacomodan por varios días: falleció Isabel, la mamá de Silvana y Marcela y esposa de Rubén Zann, quien también nos dejó hace ya tantos años, sin tiempo para pensar que se iba. Me temo que lo que voy a escribir va a agitar un poco más la pena de sus hijas y de todos sus seres cercanos, pero lamentablemente siento la necesidad de expresarlo, así que les pido disculpas por el dolor extra que les pueda a ocasionar.
Murió Isabel, y los que estamos cerca de los cincuenta o sesenta experimentamos lo que sentimos cada vez que se va una de esas personas que hemos visto siempre, desde chico, pensando (sin la menor lógica) que iban a estar para siempre, como las estrellas, el viento o el verano, pero que un día se nos van y nos dejan con un creciente sentimiento de soledad.  Estos últimos tiempos nos han dado varios de estos brutales golpes.
Murió Isabel, la de los hermosos ojos, y yo me quedo con la sensación de que se ha muerto una mujer GRANDE, no famosa, no rica, sino GRANDE. ¿Por qué? Porque creo que cuando nos deja alguien que nos ha enseñado dos o tres cosas importantes en la vida, realmente se ha muerto alguien GRANDE, que no se limitó a transitar la existencia, sino que ha dejado una marca en otros.
A mí, personalmente, Isabel me enseño tres cosas, y voy a contar cuáles son.
Hace unos años, veinte precisamente, yo vivía aún en González Catán con mi mamá, y estaba estudiando en la Universidad (Morón) y además sin trabajo, por varios meses.  Tiempos duros, pero a uno  siempre se le ocurrió lo mismo: salir del trance trabajando.  Creo que Isabel debia saber bastante de esto, porque cuando falleció Rubén enseguida se echó la mochila al hombro, levantó la persiana de la pinturería y siguió con su negocio, con su trabajo; dejó sin duda las lágrimas para las largas noches, el momento en el que, en la cama y antes de quedarse dormido, uno piensa en los que nos han dejado.   Ahora se murió Isabel, la que después de mis cincuenta años me seguía diciendo "pibe" y me tocaba el corazón al decírmelo, pero hace veinte años ella se reunía prácticamente todos los sábados, hasta donde recuerdo, con sus hermanas, hijas, sobrinas, tal vez alguna amiga.  Va la primera enseñanza: no descuidar nunca la alegría de compartir buenos momentos con la gente que está en tu corazón. En esos difíciles momentos nos pusimos con mamá a preparar pasteles de hojaldre para vender entre gente conocida e Isabel nos encargaba puntualmente los sábados cinco docenas de pasteles; era sin duda nuestra mejor clienta.  Con eso y lo que nos compraban otros transitábamos con un poco de aire la semana siguiente.  Y va la segunda enseñanza de Isabel: No niegues nunca tu ayuda a quien está luchando para salir de dificultades.
Pasaron los momentos difìciles, pasaron los años, me fuí de Catán.  Pero nunca me olvidé de Isabel, esa señora rubia y alta que siempre estaba de buen humor.  Y con cada logro en mi trabajo, con cada sueño que fui alcanzando en esos años (la casa, algún viaje), nunca, jamás me olvidé de que ella me había ayudado en el empeño, junto con otras personas cuyos nombres también recordaré. Y sentí durante mucho tiempo la necesidad de ver a Isabel y decírselo, de que realmente lo supiera. No voy frecuentemente a Catán, para mí es un lugar poblado por los fantasmas de tanta gente que ya no está, que sólo pasar por mi viejo barrio me da un pellizco en el corazón.  Pero hace dos años me decidí y fui a verla para darle mis mejores gracias, y hoy estoy inmensamente feliz de haberlo hecho. Recuerdo que le dije que yo había soñado años y años con viajar a Nueva York, y cuando finalmente pude hacerlo, y mirar Manhattan desde el puente de Brooklyn, le dije a mi compañero: "Pude llegar aquí por la ayuda de la señora Isabel, de sus hijas, y de tanta gente que me dió una mano cuando lo necesité.." (mi compañero, aún sin haberla conocido jamás, sabía bien quién era  Isabel, porque yo se lo había contado mil veces, como a tantas otras personas que saben de ella porque yo les conté...).  Y aquí va la tercera enseñanza, que Isabel me dió aún sin saberlo: JAMÁS dejes pasar la ocasión de agradecer a quien te ha ayudado, porque mañana tal vez sea demasiado tarde...

Isabel, siempre la traté de usted, pero hoy te voy a tutear. Te fuiste, Isabel, y nos dejaste un poco más solos, Pero te llevo en el corazón, seguramente como tanta gente que ha disfrutado en su vida de la bendición de conocerte, y NO TE OLVIDARÉ JAMÁS...