lunes, 17 de diciembre de 2018

El trencito del recuerdo

El sábado caminaba por la avenida San Juan haciendo algunas diligencias, y al pasar por la vidriera de un negocio que vende antigüedades me detuve un rato a mirar, como hago siempre.  Las antigüedades que venden en ese local no son muebles, cuadros, arañas, sino más bien objetos cotidianos como viejos sifones, botellas de gaseosas ("Pomona", "Bidú") y especialmente juguetes, muñecas, autitos, mecanos y cosas así.  Justo en la vidriera, apoyada contra el vidrio, una caja con un tren de juguete a pilas, exactamente igual a uno que yo había tenido cuando era chico.  Dejando de lado el significado profundo (y deprimente) de que los juguetes que uno usó en la infancia aparezcan en la vidriera de un anticuario, había ahí una historia, una vida. Así que me subiré a ese tren del recuerdo y escribiré algo sobre papá.

Yo tendría ..¿Ocho años? ¿Nueve?, tal vez estaríamos cerca de las fiestas de fin de año, y papá, con esa inyección de optimismo que da el aguinaldo, vio ese juguete en la vidriera y me lo compró.  Así contado parece trivial, pero ese regalo, junto con el juego "Mis Ladrillos", fueron los dos únicos juguetes que me dio papá, porque en casa los juguetes, y casi todo lo demás, era un lujo inalcanzable.

Cuando yo nací papá tenía cuarenta y siete años; era grande y ya arrastraba serios problemas de salud que lo hacían parecer todavía mayor.  Desde mis once años en adelante, todos los años, al llegar abril, era empezar a ver a papá en cama recibiendo inyecciones, y visitas de médicos, o en el mejor de los casos sentado junto a la estufa (un calentador Bram Metal a kerosene) por el miedo de que salir al aire libre le produjera alguna enfermedad respiratoria que afectara el único pulmón que tenía aún en condiciones de funcionar.  Recién al llegar noviembre se sentía confiado como para salir a la calle, incluso algún día se acercaba a la escuela a buscarme a la salida.  Cuando yo no sabía que me iría a buscar, al salir de clases empezaba a caminar hacia mi casa, hasta que mis compañeros me avisaban "Iriarte, esperá que ahí está tu abuelo", yo corregía "Es mi papá" y me miraban con expresión incrédula.

Papá se jubiló a los cincuenta años, así que siempre lo conocí jubilado.  Alguna gente parece creer que hubo una edad dorada en la que los jubilados vivían como reyes,  pero en todo caso habrá sido antes de que yo naciera, porque allá por el sesenta y seis  o  sesenta y ocho, en casa éramos pobres como lauchas, y me parece que hasta las lauchas nos tenían un poco de lástima.  Mamá arrimaba algunos pesos con trabajos de costura, vestidos de primera comunión o casamiento y cosas así.  Me despertaba a veces a las tres de la mañana, veía la luz prendida en el comedor y escuchaba el ruido del pedaleo de la vieja Singer.  Pero incluso con esto no alcanzaba, y papá consiguió una changa como sereno en una fábrica. A saber qué efecto pudo tener en su salud ese trabajo con turnos rotativos, noches heladas en mitad del invierno.  La semana en la que a papá le tocaba trabajar de noche, dormía desde después del mediodía, y yo tenía prohibido jugar para no hacer ruido; hasta mamá pedaleaba con cuidado la máquina de coser, y ponía la radio, bien bajita, para escuchar el noticiero de las 7 ("tres minutos de noticias...") por si anunciaban que ese mes, sí, los jubilados iban a cobrar. Porque hubo un par de años en los que los jubilados pasaban varios meses sin percibir sus haberes, por increíble que parezca.  Terminaba el noticiero sin noticias alentadoras, subrayado por la puteada de mamá.  La memoria de esos atardeceres silenciosos, mamá cosiendo bajo la luz de una lamparita y la música que abría el noticiero se mantienen imborrables, y así seguirán.

En una ocasión, los gerentes de la fábrica propusieron hacer una reunión para el día del niño; habría sandwiches, masas y otras cosas; los padres traerían el regalo que habían comprado para sus hijos y se lo entregarían durante la fiesta. Cuando llegó mi turno, mi regalo era un camioncito verde.  Me pareció un poco raro, porque papá sabía que a mí no me gustaban los autitos (hubiera preferido una caja de lápices de colores).  Con los años supe que papá había decidido que no fuéramos a esa fiesta porque en ese momento no tenía con qué comprarme un regalo; entonces las secretarias y otras empleadas le dijeron que fuéramos igual; ellas juntaron unos pesos y de ahí salió mi camioncito verde.  No sé quiénes fueron esas buenas chicas, pero siempre las recuerdo igual.  Pensemos entonces el arrojo que habrá representado para papá el famoso trencito.

Papá tenía una ilimitada confianza en mi capacidad. Como en aquel entonces no se estilaba que los padres pidieran opiniones a los hijos, una vez sentenció: "Vas a estudiar inglés", y allí fui a lo de la vecina Coca.  Los milagros que habrán hecho papá y mamá para pagar la muy modesta cuota y el derecho de examen anual del Instituto Cambridge todavía me intrigan.

Cuando yo cursaba el secundario, papá buscó otro rebusque; compró una máquina para hacer bolsitas de polietileno que yo llevaba para vender en carnicerías, verdulerías y otros negocios. Comprábamos los rollos de polietileno en una fábrica en Pompeya.  Pero como con eso tampoco alcanzaba, yo me ocupé de hacer las bolsas y el se consiguió un trabajo; era en un taller en Mataderos, un galpón enorme, helado y ventoso en invierno, donde manejaba una máquina que moldeaba culotes para los faros de autos.  Alguna tía caritativa, a la que Dios tenga en la gloria y bien guardada, le dijo alguna vez a mamá "Esteban tiene que cuidarse, no puede ser que esté trabajando con lo mal que está de salud. Que trabaje Dany, estudiar no es para todos, es para los que los padres los pueden mantener".  Papá no cedió y gastó la poca salud que le quedaba.  Pero incluso para mí era difícil la situación,  con papá enfermo, y mis propios problemas de identidad sexual (que uno ni siquiera pensaba en llamar por ese nombre) que eran como correr una maratón con una roca sobre los hombros.   Así, para empeorar las cosas, repetí un año en la escuela, para perplejidad de papá, mamá y mis profesores.  Papá se enfureció, pero siguió apostando por mí.

El veintitrés de julio del setenta y cinco cumplí dieciocho años, y al día siguiente murió papá. Entré en la vida adulta sepultando a mi padre.  Si pensamos que la única entrada fija que había en casa era la jubilación de papá, es fácil entender lo feas que se pusieron las cosas.  La pensión de mamá tardó casi un año en salir, y hasta el día de hoy no sé cómo o con qué vivíamos.  Desde que yo recordaba, siempre habíamos comprado con libreta en el almacén, la carnicería y la verdulería, y creo que en esos tiempos, si hubo un plato de comida en la mesa se lo debíamos a la paciencia de Ana y Martín, los dueños de la carnicería, almacén y verduleria.

Terminé el secundario en el 76, el pobre papá ni siquiera llegó a ver eso.  Casi diecisiete años más tarde decidí empezar la Universidad.  Elegí la carrera de sistemas porque sabía que me permitiría trabajar de eso y ganar una aceptable remuneración; ya había tenido bastante pobreza en mi vida, y tal vez por haberla conocido cara a cara, durante tantos años, nunca tuve esa imagen romántica del pobre que tienen tantos chicos idealistas de clase media en cuya casa nunca faltó nada.  Siempre tuve confianza en mis posibilidades (creo que eso me venía de papá), y cuando terminaba el día a la medianoche, después de haberme levantado a las 6 para ir a trabajar a Avellaneda, viajando luego hasta Morón para cursar a la noche, con el fin de semana (único tiempo libre que me quedaba) dedicado íntegramente a estudiar, la imagen de papá enfermo pero trabajando en un taller helado para que yo pudiera seguir estudiando me despertaba como un latigazo.  Y esa imagen de papá se me apareció siempre que logré cumplir un sueño: un viaje, la casa propia ....

Y así, nos alejamos ahora por la vía del recuerdo, en ese trencito que me trajo el recuerdo de papá, con el humo de la locomotora que se va diluyendo, mientras lo miramos con la vista empañada por una lágrima ...

Hasta cualquier momento, vasco Iriarte. Habrá más.