miércoles, 16 de agosto de 2023

La caja boba

En los 70 (tanto se habla y se escribe sobre esa época) las pequeñas elites intelectuales que se dejaban la barba y fumaban en pipa emitieron dictámenes feroces sobre la televisión.  Hay incluso una canción de Piero, hoy felizmente olvidada, que ridiculizaba a la televisión y a sus espectadores.

En casa había un televisor de marca desconocida, acaso ensamblado en algún taller clandestino de un aficionado a la electrónica. Diré que era blanco y negro, aclaración acaso innecesaria.  Ese infame aparato era lo mejor que nos podíamos permitir en una casa en la que las únicas entradas eran la magra jubilación de papá y los pocos pesos que podía aportar mamá con algún trabajo de costura.  Tenia este televisor la irritante costumbre de descomponerse con frecuencia bajo las variantes del vertical (pantallas que pasaban a gran velocidad, como subiendo desde el fondo de la pantalla y desapareciendo sobre el borde superior) y el horizontal, cuando la pantalla se llenaba de líneas y rayas diagonales en las que se adivinaba a veces el movimiento de las escenas.  En cuanto a reparaciones, a lo sumo podíamos contar con algún aficionado del barrio que cobraba una módica suma para dejar el televisor en funcionamiento durante unos días.  Recuerdo haber ido a estudiar a la casa de una compañera de la escuela, y descubrir que en la casa tenían nada menos que DOS televisores, de marca Ranser. Sentí que sin darme cuenta, me había colado en la casa de Rockefeller.

En 1975 murió papá y algunos meses más tarde lo siguió el televisor. Sin la jubilación de papá y con la pensión en trámite que demoró muchos meses, no se podía pensar en reparar ni reemplazarlo. Cualquier dinero disponible era para comprar comida y pagar los servicios.  Y de a poco nos fuimos acostumbrando a prescindir del televisor.

En Isidro Casanova había unos galpones de cinc de forma semi cilíndrica que pertenecían a Emaús, la entidad benéfica católica que recibe donaciones de ropa, muebles y otros enseres en desuso, que luego revende para destinar los fondos a ayudas sociales. Había pasado muchas veces ante la entrada, hasta que un día la curiosidad me llevó a entrar para ver lo que había en venta.  Entre otras cosas, me encontré libros usados que costaban apenas unas monedas, y por el precio de un pasaje de colectivo podía volver a casa con cuatro o cinco volúmenes bajo el brazo. Así, me fui apropiando de "la casa de los siete altillos" de Nathaniel Hawthorne, "Día inolvidable" de James Hilton (traducciones ambos), varios clásicos de Quevedo y Cervantes,  y diversas ediciones de Selecciones del Reader's Digest, lo que seguramente hubiera hecho enarcar las cejas de los señores de barba y pipa.  Encontré también una edición económica de "El Proceso" de Kafka, y otras obras acaso menos memorables.

Diré en descargo de "Reader's Digest" que si bien era un revista a la que se podrían criticar muchas cosas, permitía vistazos generales de una gran variedad de temas. Supe allí de la tarea de limpieza de los frescos de la Capilla Sixtina o de los templos de la ciudad de Angkor en Camboya, por ejemplo.  El caso es que esos viejos libros y revistas con olor a humedad fueron reforzando mi amor por la lectura, que nunca me abandonó, y fomentando un desapego por la televisión que también me ha sido fiel todos estos años.  Y hoy puedo pensar que ese viejo televisor, con su muerte, me introdujo en un mundo màgico que hoy todavìa me acompaña.