viernes, 19 de junio de 2015

Adiós, Trudy, sol, compañera y amiga.

Escribo esto y mientras lo escribo esta compañera y amiga tan querida está empezando a despedirse de esa vida hermosa que compartió con nosotros. Yo quiero dejarle aquí este saludo que se ganó sembrado amor en la vida de Raúl y en la mía durante 17 maravillosos años llenos de risas, juegos, cariños y compañía.

Trudy nació en González Catán, de una gatita que tenía Claudio, el hijo de doña Mecha de Rocha.  Yo en ese entonces ya convivía con Raúl en Bernal, en una casa de su mamá (que se había mudado a Capital(.  Como yo quería tener una mascota le pedí permiso a Raúl y compré a Claudio una gatita de la camada que tenían.  Me costó 50 pesos (convertibles).  Es cómico pensar que haya podido pagar por Trudy.  ¿Oyeron alguna vez del tipo que compró un cuadrito por 100 dólares que resultó ser un Rembrandt de 40.000.000? Esto fué algo así, pero más, porque todo lo que nos dio Trudy no se puede medir en dinero.

La llevé a Bernal en un remise y dentro de una caja de cartón; estiraba su cabecita y miraba para todos lados con esos hermosos ojos azules que siempre fueron su marca de fábrica. Cuando me la llevé, Claudio, su papá y todos, lloraban al despedirla. Se ve que desde cachorrita Trudy fue una seductora total. Al bajarla en la casa corrió a esconderse tras una cortina donde pasó varias horas, pero luego se hizo dueña de la vivienda como correspondía a una reina (era nuestra reinita, le decíamos).  Más tarde se cruzó en el pasillo con el enorme gatazo negro de Raúl y se pegó un susto de órdago; pero tampoco esto duró mucho porque no tardó en dominar al arisco y callejero Harley, que la doblaba en tamaño.

En aquel entonces yo trabajaba en sistemas en Telecom, y por una emergencia el mismo día que llevé a Trudy a Bernal tuve que irme al trabajo ya tarde y pasé esa primera noche en la oficina, mientras Trudy se quedaba con Raúl.  No se si será por eso, pero para Trudy Raúl era Dios. Donde él iba, ella iba. Raúl le hablaba, ella respondía. Dormía con Raúl, no conmigo.  Y así fué durante todo el tiempo que pasamos juntos.

Mientras vivimos en Bernal, Raúl todavía estaba estudiando en la Facultad de Psicología. Había un día ede la semana en el que terminaba sus clases cerca de las once de la noche, y llegaba en el 98 desde Plaza Once cerca de media noche.  El colectivo doblaba en una esquina a 50 metros de la casa, aproximadamente. A medida que se hacía tarde, Trudy se echaba a esperar en un sillón cerca de la puerta. Se escuchaban los colectivos que paraban en la esquina y abrían sus puertas antes de doblar, uno, dos, tres colectivos.  Pero había un momento en el que al escucharse el sonido de abrir de las puertas de uno en particular, Trudy salía como un cohete hacia la puerta; tres minutos después, entraba Raúl. Cómo podía saber, al escuchar un colectivo abriendo sus puertas a 50 metros que estaba bajando Raúl, es y será siempre un misterio insondable.

La de Bernal era una casa abierta, y Trudy se escapaba por los techos y se iba hasta el otro extremo de la manzana pegando unos saltos que ponían los pelos de punta. Yo salía a la terraza a escudriñar las casas vecinas y gritaba "Trudy!".  En un momento, una manchita color café con leche se empezaba a mover por los techos, lejos, muy lejos, hasta que aparecían los dos ojitos celestes, y en un último salto audaz desde la casa de al lado (sobre un vacío de 8 metros de altura, lo menos) aterrizaba en la terraza y comenzaba a dar vueltas a mi alrededor, como pidiendo un premio por su hazaña.

En general vagaba un rato y volvía, pero un día Raúl me llama por teléfono y me cuenta que desde la mañana no aparecía. Volví a casa ya de noche, y Trudy no estaba por ninguna parte. Raúl, desesperado, caminaba por la casa con una foto de Trudy en la mano y llorando a los gritos.

Salí a dar una vuelta a la manzana para preguntar a la gente de los alrededores si alguno había visto algo.  La poca gente que estaba en la puerta de calle respondió que no había visto nada.  Volviendo ya a casa sin esperanza, se me ocurrió preguntar en una remisería por donde ya había pasado, pero me dijeron que tampoco habían visto nada. Mientras hablaba con el remisero en la puerta escucho desde el fondo de la casa donde estaba la remisería un "miau ... miau" inconfundible. "¡Esa es mi gata!" Entramos al fondo de la casa; los gritos venían desde arriba del techo de chapa de un cobertizo para los autos que se apoyaba en el ángulo que formaban dos paredes altísimas de las casas linderas. Subí con una escalera de mano, y allí estaba.  Me deslizé con cuidado por el techo y la tomé en brazos; seguramente en sus vagabundeos se había tirado desde alguna de las paredes linderas sobre ese techo, y luego no pudo volver a salir; allí había pasado todo el día. Jamás olvidaré la cara de felicidad de Raúl cuando me vió entrar por la puerta con Trudy en brazos.  Fue una celebración inolvidable.


Pasaron años, nos mudamos dos veces de casa y en las dos mudanzas ella estuvo con nosotros.  La última casa, la de Boedo, parece haber sido su preferida por los amplios espacios para vagar y la terraza donde tomaba unos lindos baños de sol.

Decir que Trudy era una gran compañera es poco; era nuestra sombra, nuestra alma gemela.  Cuando Raúl o yo estábamos en cama sintiéndonos mal, ella se echaba a nuestro lado y pasaba horas quietita, acompañandonos. Si Raùl estaba haciendo algùn trabajo de la facultad y necesitaba
que yo le diera una mano con el Word u otra herramienta, teníamos que poner tres sillas frente a la PC: ella se sentaba al lado de Raúl, pero siempre juntos los tres. Cuando limpiábamos o podábamos las plantas de la terraza o el invernadero, aparecía de pronto a inspeccionar nuestro trabajo. Estabamos siempre, siempre juntos los tres.

Yo empezaba a cocinar algo que le gustara (salmón o algún plato con carne picada) y Trudy hacía de inmediato acto de presencia en la cocina, parada sobre una alfombrita, mirándome suplicante y maullando hasta que le daba una parte de la apetecida vianda. Le hablábamos mirándola a los ojos, y mirando a los ojos respondía. Cuando alguien llamaba por teléfono, se lo acercábamos y decíamos "Trudy, saludá a ..." y ella, infaliblemente, enviaba un maullido salutatorio.  Los gritos de Trudy eran también su marca de fábrica; la casa resonaba como si tuviéramos en ella algún monstruo escapado de Jurassic Park, y no una dulce gatita siamesa de ojos color cielo.

Dormía la siesta con nosotros, miraba televisión con nosotros (en una época le gustaba mucho mirar Animal Planet, pero luego perdió interes en la televisiòn).

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En el medio de esta redacción Trudy nos dejó.  Es un golpe tremendo y todavía parece imposible, en parte porque no supimos (¿No quisimos?) ver que Trudy estaba envejeciendo. Los gatos muestran menos señales de senilidad que los perros, por ejemplo.

Ahora cuando suena el despertador a la mañana, mientras vuelvo al mundo la primera idea es "Trudy no está más".  Hemos ido guardando sus cositas, pero la casa parece tres veces más grande, y el silencio es opresivo.  Abrir una puerta, pasar por una habitación, todo nos hace ver su enorme ausencia.  Aparece el cepillo con que la peinábamos, el palito donde afilaba sus uñas, las mantitas sobre las cuales dormía, los comederos donde le servíamos el alimento y que raspaba al final con la lengua haciendo un ruido infernal. Recuerdo haber leído en "El amor en los tiempos del cólera" esta frase: "La gente que uno quiere debería morirse con todas sus cosas".  Sin embargo, estos objetos que nos hacen recordar al que se fue, son una transición hacia la fatal aceptación final de lo inaceptable.

En sus últimos días, cuando se empezó a sentir mal, pasó un día entero en los brazos de Raúl, y otro día paso parte de la mañana metida en mi cama, como buscando en el calor de nuestra compañía alivio y seguridad.  La enfermedad, común en esa edad, ya no ofrecía salida y la internamos pero no había nada que hacer.

Trudy se fue un viernes a la noche; se quedó dormida para siempre en los brazos de Raúl mientras Olga, mamá de Raúl, le acariciaba la cabeza y yo le besaba los deditos y la panza.  La llevamos a casa donde se quedó hasta el otro día, como un bebé en su cajita, con un aspecto de paz de quien duerme y sueña cosas hermosas.  Al día siguiente la llevamos a la casa de mi hermano Esteban, en González Catán, cerca de donde ella había nacido, y allí la dejamos en la humilde tierra, entre las plantas, cerca de la familia, de los chicos que juegan.  Despedimos así a una amiga, una compañera, el sol de nuestra vida durante 17años; la despedimos dulcemente en medio de la pena más amarga.

Hasta siempre, Trudy, amor. No hay forma de contar lo que representaste en la vida de Raúl, mía, de Olga, de todos quienes te han conocido.  Te llevaste nuestro corazón, pero sos ahora una estrella que nos acompaña y nos cuida, y esperamos que nos ayudes así a soportar este dolor que parece más grande que el mundo,