martes, 19 de julio de 2016

Mi larga despedida de la Iglesia Católica (3): Chismes de Sacristía

Los números dobles del padre Guido

Sería allá por los primeros años de la década del 80. El padre Guido Pesce, a cargo de una Parroquia en algún lugar de Ramos Mejía, o Lomas del Mirador o Villa Insuperable, (no recuerdo bien) organizó una mega rifa para las obras piadosas de su feligresía.  Los premios eran deslumbrantes, el primero un auto 0 km.  Montaron en la plaza de San Justo un kiosco promocional donde se vendía la rifa, y donde se mostraba el auto 0 km en cuestión, para tentar a los transeúntes de modo que hicieran su aporte al benemérito sorteo.  La rifa, como de costumbre, se regía por los X últimos dígitos de los premios de alguna de las loterías oficiales, en una fecha dada.
Hete aquí que, picardía criolla que no abandona ni a los clérigos, el padre y sus administradores parroquiales vendieron unos cuantos números mellizos y hasta trillizos.  Quiso el demonio, que nunca deja en paz a los pobres servidores del Señor, que justamente el número del primer premio fuera uno de los duplicados (o tal vez triplicados, nunca lo supe con certeza).  Por consiguiente, los dos o tres beneficiarios del primer premio se presentaron a cobrar en la Parroquia que encontraron cerrada, con el Padre Guido que no aparecía por ninguna parte, lo que era razonable ya que en esos momentos se encontraba en Asunción del Paraguay, huyendo del frío clima del conurbano.
El buen párroco le dejó el clavo al obispo, que tuvo que hacerse cargo de pagar los premios.  Recuerdo haber pasado por algún asunto por las oficinas del obispado, encontrando en la sala de espera a los damnificados con la cara patibularia que podemos imaginar.
El padre Guido volvió al país, pero como tenía pedido de captura la policía lo pescó.  Eran los felices tiempos de los militares, cuando el juez o la policía, no sé cuál de los dos, llamó al obispo para preguntarle (sí, así fue) que tenían que hacer.  El obispo sintió pena de imaginarse al padre Guido sufriendo vejámenes en la cárcel y pidió por él, por lo que el presbítero quedó libre, aunque naturalmente nunca más mostró el pelo por la que había sido su parroquia, por razones que no necesito explicar.

Las manos mágicas del Padre Larocca.

No recuerdo bien el apellido de mi protagonista, pero creo que era tal como lo escribo.  Debe haber sido allá por 1983 o 1984, primeros años de Monseñor Bufano al frente del obispado de San Justo. El nuevo obispo llegaba con un espíritu amplio y renovador.
Dada la crónica escasez de sacerdotes, Bufano le preguntó a Monseñor Plaza, el arzobispo de La Plata, (personaje sobre el que se han escrito libros enteros), si podía enviarle un sacerdote para trabajar en alguna parroquia de la Diócesis de San Justo. Sin dudarlo un momento, Plaza dijo que le enviaría al Padre Larroca, sacerdote muy comprometido con la causa de los humildes y con los organismos de derechos humanos. Precisamente yo recuerdo por entonces haber leído alguna declaración de una referente de los derechos humanos que hablaba elogiosamente del sacerdote en cuestión.
Monseñor Bufano supuso que Plaza, reconocido por sus recalcitrantes posturas de derecha, quería sacarse de encima a un sacerdote cuyas ideas no eran de su agrado, y por lo tanto lo recibió en San Justo con los brazos abiertos, destinándolo a una parroquia en Gregorio de Laferrere.
No mucho después unos muchachos de la Acción Católica de la parroquia se acercaron a nosotros, los dirigentes diocesanos, para plantearnos un grave asunto.  Parece que en una ocasión, el nuevo cura les contaba sobre el comportamiento de los represores y de cómo palpaban de armas a los detetenidos, ejemplificando la anécdota con un prolijo recorrido por la anatomía de uno de los jóvenes presentes, para estupor de todos, que no sabían que pensar de eso.  Otro de los jóvenes que fueron a exponernos el problema nos dijo directamente que el sacerdote lo había invitado a pasar una noche con él, "me invitó al Country" dijo al pricipio, y al pedírsele más detalles, sonrojado y tartamudeando nos explicó toda la situación.
Les indicamos que lo que correspondía era presentar una queja al obispo, y seguramente lo hicieron porque a la semana el cura en cuestión volvía a La Plata, con un moñito de regalo para Monseñor Plaza. Luego se echó tierra al asunto, que es como se manejan esas cosas en la Iglesia.

Dad posada al peregrino, o el caso del padre Lino.

El padre Lino era un sacerdote italiano bastante joven que se encontraba al frente de una parroquia en alguna parte de Villa Madero o Tapiales, según creo recordar.
Un día me llegó la noticia de el padre había sido apuñalado por un joven.  Luego me llegaron más detalles: parece que un joven con problemas había escapado, o había sido echado de su casa por la familia.  El sacerdote le dio un lugar para dormir en la parroquia, pero un día el joven lo atacó con un cuchillo.  Se hizo bastante ruido y hasta apareció la televisión olisqueando, pero como eran los tiempos en los que un obispo todavía podía hacer levantar un programa de televisión, rápidamente se silenció y se echó tierra a todo el asunto. En una reunión informal con el obispo, en la que yo estaba presente, alguien hizo una mención al caso, y el obispo se limitó a observar: "Esas cosas siempre terminan mal" para luego caer en el silencio más absoluto. La turbia historia me hizo ruido entonces, y me sigue haciendo ruido hoy.  Parece que el padre Lino siguió al frente de la comunidad, pero seguramente retrocedió muchos casilleros en el juego de la Oca de su carrera eclesiástica.

No hay peor sordo que el que no quiere oír

Los tiempos de Alfonsín fueron, por muchas razones, tiempos amargos para los católicos. Recuerdo todavía la polvareda que se armó por la ley de divorcio.
Aunque parezca increíble, la mayor parte de los católicos creía que la ley no se iba a aprobar.  Decían cosas como "Sale en diputados, pero en Senadores la ley está empatada y tiene que desempatar Víctor Martínez que es recontra católico...".
¿Por qué esa negación? Nace del sólo de hablar con, y escuchar a, quienes piensan igual que uno. El Párroco a la salida de misa hablaba con los feligreses, con las monjas de la escuela cercana: "¿Qué me dice de la ley de divorcio? - Un horror, padre, pero nunca va a salir".  Los de la Acción Católica hablábamos del tema en nuestras reuniones, y teníamos más o menos la misma opinión.  El diario católico Esquiú, que se vendía a la salida de misa, contenía notas parecidas. Y ya sabemos cómo terminó la historia.


lunes, 18 de julio de 2016

Mi larga despedida de la Iglesia Católica (2).

En mi primer post hablé de cómo la presencia de la Iglesia Católica en mi vida comienza ya en la infancia. Retomo desde ese punto.
Dejo de lado por ahora mi paso por la escuela Santo Tomás de Aquino de los hermanos de La Salle, en el último año de mi escuela primaria. Tal vez algún día escriba algo, pero no es una experiencia que aporte demasiado a mi línea principal de argumentos.
Hacia el final de la adolescencia, continué mi secundaria a partir de cuarto año, por motivos que no vienen al caso, en una escuela de Aldo Bonzi. Allí, una compañera me preguntó si me interesaba participar de la Acción Católica en la parroquia del lugar, lo que acepté.
Voy a hacer una aclaración que considero importante: generalmente la gente escucha decir "la Acción Católica" y piensa en esos grupos de jóvenes que se reúnen en la Parroquia y tocan la guitarra y cantan en misa.  Pero en realidad se trata de una institución muy estructurada, que fue creada allá por la década del 30 por el papa Pío XI con el fin de aumentar la presencia de la Iglesia en la sociedad a través de los laicos.  El papa y los obispos tenían un fuerte compromiso y apoyo hacia la Acción Católica, a la que dotaron de una estructura piramidal (como es propio de la Iglesia..) a nivel parroquial, diocesano y nacional.
En el momento en el que yo llegué la institución ésta había perdido bastante de su carácter de superestrella y niña mimada del clero, pero conservaba una fuerte presencia, organización e influencia.
Actué en esa institución cerca de 18 años, y pasé por los niveles parroquial, diocesano y nacional. Conocí sacerdotes de todas partes de la Argentina, y varios obispos y arzobispos; me empapé del estilo clerical de hacer política, hipócrita, frío, discreto y artero.
Cuando llegué a la Acción Católica, la Iglesia en Argentina hervía aún con la división, posterior al Concilio Vaticano II, entre Católicos (clérigos y laicos) "conservadores" y "progresistas". Visto a la distancia, me parece que la única diferencia apreciable era que a los conservadores no les gustaban las misas con guitarra y a los progresistas sí, pero en ese momento los más conservadores creíamos (sí, yo era del grupo) que estábamos defendiendo a la Iglesia de una infiltración marxista destinada a destruirla.
Dentro de la Acción Católica se reflejaba también esa tensión entre "conservadores" y "progresistas". Algunas diócesis (Paraná, San Rafael, San Juan, San Luis, al menos en cierta época) eran marcadamente conservadoras, hasta el punto de lindar con una especie de fascismo militante.  Había un grupo influyente de dirigentes o ex dirigentes que fogoneaban el espíritu o lo que llamaban mística de esta línea nacionalista y conservadora por medio de charlas, salidas, campamentos y cosas así. Alguno de esos oradores llevaba un apellido bastante célebre, Abal Medina, y sus hermanos habían sido de los primeros creadores de la organización Montoneros.  De hecho, muchos de los primeros montoneros habían pasado también por la Acción Católica.  Esto puede parecer sorprendente, pero si se lo mira bien, resulta bastante lógico. Hay una misma visión totalitaria de la vida, la convicción de ser dueños de una verdad que no admite el disenso ni matices, el apego a formas autoritarias, la convicción de la propia superioridad moral (y hasta intelectual). Y sobre todo el idealismo, eso que nos hacía creer con absoluta certeza que estábamos trabajando por cambiar el mundo, e "instaurar todo en Cristo" según el documento del Concilio Vaticano II referido al apostolado de los laicos. Teníamos la más absoluta convicción de que el mundo que queríamos hacer sería una maravilla, y que nuestra convicción era la prueba absoluta de que era así, y que por lo tanto cualquier medio que usáramos era legítimo, siempre que se mantuviera dentro de las limitaciones que ponía la moral católica, o que pareciera mantenerse.
Apenas ingresado en esta institución. en la parroquia de Aldo Bonzi, el párroco me prestó un libro para mi formación: "La Religión Demostrada", de un tal Padre Hillaire, que contenía una prolija y completa exposición de las creencias católicas supuestamente demostradas (en realidad, digamos que explicadas) a través de razonamientos (y algún sofisma también).  Este libro fue escrito en Francia, en la época en la que la Iglesia Católica intentaba, sin mucho éxito, remontar la caída que había experimentado luego de la Revolución Francesa.  Resultaba convincente, especialmente para mentes jóvenes y con pocas herramientas intelectuales. Traigo a colación este libro, porque a lo largo de todo él aparecía muchas veces una condena furiosa del "liberalismo", responsable de que la Iglesia Católica perdiera en la sociedad su situación de privilegio material y moral.  Siempre me resultó llamativo que el liberalismo sea condenado por igual por los católicos más conservadores,  nacionalistas, neonazis, y también por "progresistas" y "la izquierda".
Dada mi insaciable curiosidad y gusto por la lectura podía considerarme un católico instruido en las creencias (yo las llamaba "las verdades") de la Iglesia, su historia, su organización, su liturgia; conocía el tratamiento que se le da a un cardenal ("Su eminencia"), a un obispo ("Su excelencia"), a un prelado que no es obispo ("Su ilustrísima") a un sacerdote de una orden religiosa como los jesuitas o los franciscanos ("Reverendo Padre") o a un sacerdote del clero secular, es decir no perteneciente a ninguna orden religiosa ("Presbítero"). Conocía el sentido de la liturgia, en qué momentos de la misa el celebrante hacía tal cosa si era un obispo, en qué orden ingresaba una procesión de celebrantes al comienzo de la Misa, el sentido de los colores de los ornamentos que usaba el sacerdote según la época del año y mil cosas más.
Tengo multitud de jugosas anécdotas, pero eso es materia de otro post.


martes, 14 de junio de 2016

Hermanos, la Misa ha terminado (para siempre). Podéis ir en paz (gracias, y no volveré).

No sé quién leerá esto. Tal vez usted, padre, o usted monseñor o, quien sabe, el mismo ocupante de la silla de Pedro. O quizá algún laico comprometido.  O tal vez ninguno de éstos porque ahora están en un momento de gloria, sienten que están a punto de alcanzar aquello por lo que tanto han bregado durante años, embriagados con el olor del éxito, demasiado ocupados para prestarle atención a las pavadas que yo pueda escribir.

Esto es una despedida. Alguien dijo que todas las despedidas son tristes, pero esta ciertamente no lo es; la única tristeza posible que tiene es la de no haberse producido veinte, treinta años atrás; pero en cambio está cargada de amargura y bronca.

Se ha dicho por ahí, y también se ha repetido, que las mejores despedidas son siempre breves. Esta, sin embargo, va a ser larga, porque es una despedida de ideas, de prácticas, de sentimientos que abarcan una parte muy larga de mi vida y de mi contexto. Va a ser una despedida en capítulos, digamos.

En un momento que no puedo recordar, en la iglesia a medio edificar de González Catán, el párroco Criscuolo echó un poco de agua sobre mi cabeza, me untó con un óleo consagrado y metió su dedo con sal en mi boca (esta práctica inmunda, afortunadamente, fue convenientemente depurada en las versiones actualizadas del ritual).  Desde ese preciso momento quedé incorporado la Iglesia Católica, unido espiritualmente con las tres divinas personas de la Santísima Trinidad y con una muchedumbre de todas las épocas en la que se confunden, en alegre revoltijo, el santo que cuidaba leprosos y el inquisidor que se entretenía asando judíos y otros infieles.

Guardo, sí, algunos recuerdos bastante claros de mis primeros años y de lo que podíamos llamar mi relación con la iglesia.  En uno estoy saliendo de la mano de papá y mamá de la Iglesia Parroquial de San Miguel (¿Tal vez el casamiento de mi tío Daniel?) mientras las campanas llenaban con su alegre sonido metálico la plaza vecina. En el otro recuerdo estamos saliendo de la Parroquia de Lugano, luego de la misa por el aniversario del fallecimiento de no sé qué pariente (y creo que habíamos llegado tarde). En la entrada del templo, primos y primas de mi papá con su familia.  En estos dos recuerdos mi memoria conserva la imagen de un día soleado, espléndido, con un cielo intensamente azul.

Más nítido es aún este otro evento: tal vez por curiosidad, tal vez por estar aburrido en casa, un día acompañé a misa a mi vecina Norma y a su abuela Amelia, mujer de fuerte carácter. En ese entonces aún no se habían puesto en práctica las reformas litúrgicas del Concilio Vaticano II y el celebrante oficiaba de espaldas a los asistentes, en latín; en el momento de inclinarse ante el retablo del altar los acólitos levantaban por detrás la sotana, alba y otros ornamentos para evitar una dramática revolcada del sacerdote al enredarse con las pesadas vestiduras.  Todo ese ambiente de flores, luces y velas,  palabras en otro idioma, movimientos del sacerdote, cantos, me atrapó con su misterio y con esa cualidad que, incluso hoy, es una de las pocas virtudes que le reconozco a la Iglesia Católica: la apreciación de la belleza y del hecho artístico.  Casualmente, las nuevas camadas de sacerdotes "revolucionarios" han dejado de lado este gusto y transitan por todas las vulgaridades del populismo.

Mi interés y curiosidad por lo religioso fue creciendo. Andaba por casa un viejo rosario, medio desarmado, que había pertenecido a mi finada abuela Lucía (a quien jamás conocí - murió casi treinta años antes de que yo naciera) y un devocionario para niños, que supongo pudo haber pertenecido a mi papá. Se llamaba "Mi Jesús" y tenía tapas negras con letras doradas, ya muy gastadas. Estaba lleno de oraciones y consejos para los niños que querían ser buenos e ir al cielo; por ejemplo, contaba cómo el demonio se ponía contento cuando un niño prefería jugar antes que hacer lo que le dicen sus padres (o sea, siempre).  También había dos imágenes, en páginas contrapuestas, en una un ángel escribía en un libro blanco cosas como "obedece a tus padres", en la otra un demonio escribía en un libro negro "busca malas compañías".  Aparte de la evidente dificultad de un chico de 7 u 8 años para entender cuándo las compañías son malas y cuando buenas, sinceramente era mucho más atractiva la imagen de Satanás con sus magníficos cuernos y alas de murciélago, larga cola y manos con garras, ante la cual la figura del ángel resultaba bastante desteñida.

Pero lo más interesante del devocionario eran las oraciones que proponía para diversas actividades o momentos del día. En una ocasión leo las oraciones sugeridas para la noche, acompañadas con la recomendación de rezarlas con devoción y modestia, pensando que tal vez esa misma noche yo podía morir.  Ni qué decir que, cuando al final me obligaron a ir a la cama, luego de resistir heroicamente el sueño que quería derribarme (estaba realmente aterrado por la posibilidad de quedarme dormido y no volver a despertar), rompí a llorar para asombro de papá y mamá. Cuando me preguntaron lo que me pasaba, alcancé a contar, entre pucheros, que el librito consabido decía que tal vez yo podía morir esa misma noche. Papá se enfureció y prometió tirar a la basura ese devocionario nefasto, cosa que desde luego no hizo porque le daba miedo pensar que, si tiraba ese libro lleno de imágenes de santos, Jesús y su madre, quién sabe que horrible castigo podría caber sobre él.

Así me fuí internando en el viscoso laberinto de culpas, castigos, arrepentimientos, deseos de santidad y ascenso espiritual.

Otro día la seguimos.

martes, 12 de enero de 2016

Las manos quietas

Mamá descansaba con las manos cruzadas, frías, ya muy poquita cosa gastada por los años. Mecha miró las manos, meneó la cabeza y me dijo "¡Lo que han trabajado estas manos!". Y yo me quedé pensando ... pensando.
Las manos de las que nos agarramos para llegar al mundo y comenzar a andar por él se están yendo. Murió mamá, (papa nos había dejado muchos años antes...) murieron casi todas las tías y los tíos, vecinas y vecinos: Martín y Eugenia, Irma y el Negro, doña María, Angelita, nos dejaron las abuelas de los chicos de al lado: la abuela Antonia y la abuela Guegá, la mamá de Alicia... Se fue toda esa gente que parecía que iba a estar siempre, porque había estado siempre; Isabel Bonfiglio, don Francisco García, siempre apuesto y bien plantado hasta el final, Isabel, su esposa, y no seguiré ya con la lista interminable.
Como un ejército que avanza en filas, la fila de adelante está diezmada; delante nuestro no queda casi nadie, sólo hay gente a los lados y detrás nuestro.  Y se fueron así esas manos que tanto hicieron; las manos de mamá que cambiaron nuestros pañales, nos secaron las lágrimas, prepararon la merienda y nos tocaron la frente para sentir la fiebre; las manos de papá que emparcharon la cámara de la bici, nos armaron el primer barrilete, cambiaron los cueritos de las canillas mientras nosotros mirábamos con asombro esa rara destreza.  Fueron las manos que trajeron el pan a la mesa, cosieron botones, pintaron una silla, cortaron unas flores; firmaron boletines y nos sostuvieron mientras aprendíamos a andar en bicicleta. Y también las manos grandes y fuertes de los tíos, vecinos, amigos de la familia, toda esa gente que formaba una red que nos abrigaba y protegía, y que tomaban nuestras manitas para ayudarnos a cruzar la calle y guiarnos entre los peligros del tránsito.
Las manos ya se han ido, pero en el recuerdo florecen como en un renacimiento; estamos aquí y somos lo que somos, por lo que han hecho por nosotros esas manos amadas que nunca olvidaremos y que, como corresponde, se merecen como homenaje el aplauso de las nuestras.