miércoles, 6 de mayo de 2020

Varado pero no derrotado. Papá no me lo hubiera permitido

A estar por lo que me contaba mamá, al poco tiempo de haberse casado, papá cayó con una neumonía ("pulmonía, le decían entonces") que casi se lo lleva pero que lo dejó de este lado, aunque con un pulmón que ya no volvería a cumplir sus funciones.  .

Yo nací cuando papá tenía ya cuarenta y siete años; se jubiló a los cincuenta, para no seguir sometiéndose al riesgo de viajar hasta el trabajo en pleno invierno. Desde entonces, y por varios años, cada vez que llegaba el otoño papá se recluía en una especie de cuarentena de seis meses, hasta que los días templados de octubre lo habilitaban para poder salir al patio a tomar mate. Pero uno no hace lo que quiere sino lo que puede ...

Siempre conocí a papá jubilado. Mala noticia para los que creen el mito de que hace, digamos, medio siglo, los jubilados vivían en una especie de jauja: al contrario, siempre estuvieron en el piso.  Así, después de haberse jubilado para poder cuidar su salud en invierno, papá tuvo que salir a buscar changas para arrimar un peso más. Varios años fue sereno en una fábrica, en turnos rotativos, y tenía que salir a trabajar a la madrugada, con unas heladas que rompían los dedos, o con lluvia y viento.  Mamá, por su parte, además de atender la casa hacía trabajo de modista.  Alguna vez me despertaba a las dos de la mañana, la luz del comedor seguía encendida y mamá le daba a la aguja o a la máquina de coser, con un vestido de novia o de primera comunión.

En aquellos tiempos comprábamos rigurosamente con libreta en el almacén, la carnicería o verdulería. Mirábamos de reojo a los que pagaban al contado, sacando unos billetes del monedero o la billetera, como si fueran verdaderos potentados.

Hubo varios meses en un año (¿1966?) durante los cuales los jubilados directamente no cobraron su jubilación.  Tengo grabada de manera imborrable la imagen de mamá con su costura, a las siete de la tarde, en la radio el noticiero de Radio Mitre, que se anunciaba con una marcha que todavía me parece estar escuchando , esperando ansiosamente el anuncio de que ese mes, sí, los jubilados cobrarían. Yo hacía los deberes o dibujaba sobre la mesa donde trabajaba mamá - no había que hacer ruido, papá estaba durmiendo porque ese día le tocaba como sereno el turno de la noche.

No voy a seguir desgranando historias tristes, pero a medida que pasaban los años y la salud de papá estaba cada vez peor, ensayábamos recursos para tratar de sobrellevar las penurias económicas.  Papá compró una máquina para hacer bolsitas de polietileno que yo vendía en panaderías, verdulerías o carnicerías de la zona.

Mi tránsito por el secundario fue difícil, y repetí cuarto año - en el año en el que la salud de papá se desbarrancaba definitivamente.  Pero durante mi secundario papá no se rindió, trabajaba en un taller donde se helaba en invierno, todo para arrimar un peso y que yo no tuviera que dejara escuela.  Una tía, muy bondadosa ella, le dijo un día: "Bueno, Esteban, usted tiene que que quedarse en casa y cuidarse. Y que Dani vaya a trabajar, estudiar no es para todos, es para los que los padres lo pueden sostener".  Pero papá no cedió porque confiaba en mí y creía en mi capacidad. El 23 de julio de 1975 cumplí 18 años, entrando en la vida adulta. Al día siguiente murió papá.

Paso por alto los seis meses que siguieron a la muerte de papá, hasta que a mamá le llegó su pensión. Sobrevivimos gracias a la ayuda de amigos, familiares y parientes.

Pasaron los años, pasaron los trabajos, hasta que un día, a los 33 años, resolví saldar una cuenta que yo sentía que tenía pendiente conmigo, pero también con papá: ir a la universidad. Elegí una carrera que me pareciera interesante y que a la vez me permitiera mejorar mi situación, una carrera remunerada y con buenas perspectiva; ya bastante pobreza había tenido, y nunca creí en los predicadores de las bondades de ser pobre. Trabajar y estudiar no era sencillo, pero cada vez que desesperaba porque no sabía de donde sacar tiempo para estudiar, o cuando una medianoche  lluviosa de julio tiritaba en la parada de colectivo, en un descampado de la ruta 3, esperando volver a casa, la imagen de papá pasando frío en el taller para que yo pudiera estudiar se me me presentaba de golpe y me daba fuerza.  Y cuando en los últimos años de la carrera la cosa se puso otra vez difícil económicamente, mamá amasaba sus inolvidables pastelitos que yo llevaba puntualmente los fines de semana a algunos vecinos que tampoco olvidaré por la mano que nos dieron: Isabel y sus hermanas, Salvador y otra buena gente de González Catán.

Y empecé a trabajar en la profesión, buenos trabajos, y en 1995 experimenté una especie de revelación: un mes me depositaron el sueldo, y en mi cuenta HABÍA QUEDADO PLATA DEL MES ANTERIOR.  Primera vez en treinta y ocho años.

Y pasaron los años, conocí a Raúl, ser maravilloso que es lo mejor que me ha pasado la vida, alguien que también se levantó de la pobreza con estudio y esfuerzo. Y llegaron los viajes, la casa, los gustos, los amigos y el disfrute de la vida.

Y bueno, aquí estoy ahora. Para muchos, un oligarca-gorila merecidamente varado en Miami. Para mis amigos, mi familia y la gente que me quiere: Dany, nomás.