lunes, 3 de julio de 2017

Aquellos veranos...

Los veranos eran indefectiblemente en Henderson, salvo una o dos veces que fuimos a Alta Gracia, donde había una colonia de vacaciones para ferroviarios.  A Henderson íbamos a veces papá, mamá, Esteban y yo; cuando Esteban entró en la adolescencia, naturalmente, ya no nos acompañó. Las últimas veces fuimos papá y yo solamente.  Desde ya, se viajaba en tren. Todavía existía el ramal a Carhué, que en el momento de su creación se llamó Ferrocarril Midland (todos, empezando por mamá, lo llamaban "El Mirlan"). Hace cerca de cuarenta años que no existe, pero yo tengo muy presente el trayecto, ocho horas de traqueteo sobre las vías deterioradas, estación tras estación pespunteando la monotonía de la llanura.  Recuerdo todavía los nombres: Enrique Fynn, Almeyra, Ingeniero Williams, González Risos, San Sebastián, Ingeniero de Madrid, Ortiz de Rosas ... en Ingeniero Williams vivía una hermana de mi tía Nelly, cuyo esposo era jefe de estación allí, y cada vez que pasábamos mamá sacaba el cuerpo por la ventanilla para ver si ella estaba en el andén e intercambiar unos saludos. La mayor parte de las estaciones era simplemente eso: un edificio ferroviario frente a la pampa infinita, a lo sumo un almacén enfrente y cuatro o cinco casas.  La línea no tocaba localidades de importancia como podrían haber sido ser Mercedes, Chivilcoy o 9 de julio; las únicas poblaciones de consideración eran Carhué, Henderson y Dudignac.

Carhué y sus aguas salobres eran un destino favorito de muchos italianos llegados después de la segunda guerra, y era común verlos en viaje, acompañados por sus mujeres vestidas de negro, ellos desafinando canciones napolitanas, ellas tal vez rezando el rosario en silencio.

Las ocho horas de viaje eran un constante aspirar de polvo y semillas de cardo; a veces recibíamos la bendición de un día lluvioso que aplacaba la polvareda, o bien la maldición de la quemazón de malezas que hacía el ferrocarril para despejar las vías, y que dejaban montañas de ceniza y carbonilla que entraban al tren y se posaban sobre la ropa y la piel.

Papá y mamá no coincidían en los objetivos que los llevaban a Henderson. Para mamá, se trataba de visitar a los parientes y conocidos, largas conversaciones acompañando al mate a la tardecita, en los patios de pueblo; para papá, se trataba de ir al campo.  Por algunos años mi tío Guillermo trabajó en una estancia, y toda su familia, es decir mi tía Neca y mis tres primas, vivían con él allí.  Para papá y para mí, visitarlos y quedarnos con ellos era la gloria; en verano, subirnos a la cosechadora en el campo de trigo, ver el cereal cayendo en las bolsas, bajo el toldo de la maquinaria que nos resguardaba del sol impiadoso de enero; recorrer los potreros viendo el ganado, los pájaros, las aves de corral... Luego mi tío se compró una casa en el pueblo, y papá y yo nos sentimos como Adán y Eva expulsados del paraíso luego de probar el fruto prohibido.

Estaba la chacra de tía Olga y tío Ignacio, y allí nos íbamos con papá, acompañados por mi primo Rubén.  Creo que jamás olvidaré esos mediodías, comiendo con la vista al campo verde de maizales, zumbando bajo la luz del sol, mojando la galleta de campo en el jugo de la ensalada de tomates más rica que comí en mi vida; las noches con las estrellas que parecían al alcance de la mano, el atardecer con el silbido melancólico de la perdiz.

Cuando viajábamos solo papá y yo, estirábamos nuestra estadía en el campo todo lo más posible, y dejábamos las visitas a los parientes para las últimas horas del último día.  No es que tuviéramos problema con la parentela, pero el campo era el campo ... Recuerdo incluso que una vez fuimos ese último día a saludar al tío Ramón ... y no estaba en casa.  ¿Cómo se lo decíamos a mamá? Cuando se lo contamos estuvo enfurruñada y con la cara larga por unos días. "¡Qué va a decir Ramón si se entera de que estuvieron en Henderson y no lo fueron a saludar!".

Esos días están llenos de anécdotas que atesoro y que tal vez algún día ponga por escrito. Y como si fuera la segunda expulsión del paraíso, un día el tío Ignacio se fué de Henderson a La Plata para atender su salud, y no mucho después nos dejó para siempre.  Esa pérdida marcó de muchas tristes maneras las vidas de todos los que estábamos cerca de él.

La tía alquiló la chacra, aunque no la casa.  Así que una vez más fuimos con papá para ver si podíamos pasar unos días en el feliz retiro del campo; pero la casa estaba abandonada, invadida de ratas y gorriones, y no se veía habitable.  Estuvimos allí el resto del día, como asimilando el golpe.  En un momento vemos acercarse por la entrada del campo un auto: eran los inquilinos del campo, los Etulain, por cierto viejos conocidos de juventud de mi mamá, que llegaban para ver quiénes eran esas personas que habían entrado en la vivienda.  Nos presentamos y conversamos un rato, nos enviaron saludos para mamá y se fueron. Al atardecer, ya no recuerdo cómo, volvimos al pueblo. Y así, casi sin darme cuenta, se terminó definitivamente una parte feliz de mi infancia.



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