Hará cosa de un mes y medio nos dimos una vueltita por Londres, después de 16 años. La encontré hermosa como siempre, cara como siempre, y a diferencia de la primera vez, en esta no nos acompañó tanto el tiempo porque estuvo casi constantemente nublado (lo que es casi de rigor en esta ciudad).
Un amigo que está viviendo allá y alquila en el barrio de Whitechapel nos recomendó un hotel en esa zona. El barrio es modesto, pero tampoco un horror. Sin embargo, lo más impactante es que en Whitechapel uno por momentos no sabe si está en Londres, Damasco o Islamabad. A 100 metros del hotel estaba la mezquita más grande de Londres; varias veces pasamos y vimos un ejército de devotos de la cimitarra adorando a su terrible dios, con la frente en el suelo y el culo para arriba. En la calle nos cruzábamos todo el tiempo con mujeres - digo mujeres pero podrían haber sido marcianos también, porque no se veía nada - enfundados en sus lúgubres burkas negras, inquietantes bultos oscuros que uno no sabe si lo están mirando y de los que no puede discernir la expresión facial.
Uno, claro, no se asusta y no critica, porque para algo nos han educado en la diversidad cultural, esa ideología que dice que hacemos mal en querer imponer nuestra cultura occidental a esa gente que hace bien en venir a imponernos su cultura islámica (perdón, Luis D'Elía, no se enoje).
Cerca del hotel había algunos restaurantes árabes y marroquìes, lugares pobretones diríamos, pero donde se comía rico y muy barato. Solíamos ir a cenar allí antes de volver al hotel y tirarnos sobre la cama desmayados luego de caminar todo el día.
Una noche fuimos a cenar a uno de esos restaurantes con nuestro amigo y dos amigos de él que estaban en Londres: éramos cinco en total. El lugar era chico, angosto, con una sola fila de mesas de cada lado de un pasillo central. En uno de los lados del pasillo había tres hombres sentados a una mesa; hablaban entre ellos en voz baja y miraban hacia los costados. Del otro lado del pasillo estaban sentadas a una mesa tres mujeres con la cabeza cubierta con el inconfundible velo islámico. Nos dimos cuenta de que eran las mujeres de los tres hombres que cenaban del otro lado del pasillo, porque estos las manejaban con la mirada.
Después de pedir la cena nos sentamos en el lugar que más nos gustó, que resultó estar del mismo lado del pasillo en el que estaban sentadas las mujeres, y al lado de la mesa de ellas. No bien nos sentamos se produjo un silencio incómodo, los hombres nos echaron una mirada torva y amenazante y las mujeres se movieron inquietas en las sillas; en seguida se levantaron y se fueron a sentar del otro lado del pasillo, pero dejando una mesa de por medio con la de sus hombres.
Yo no me pongo a leer la Biblia para ver si me puedo sentar, levantar, entrar o salir de un lugar; menos pienso ponerme a leer el Corán. Occidente ha librado una larga y dura lucha - que todavía no termina - para quitarle a los clérigos el derecho de decirnos cómo tenemos que vivir, vestir, comer y amar. ¿Por qué tenemos que permitirle a estos fantasmas que resurgen de las sombras de una Edad Media que nosotros ya archivamos, que nos vengan a decir o insinuar con miradas amenazantes dónde podemos entrar y sentarnos, y dónde no?
Y no me vengan con el cuento de que hay que respetar las ideas de otro. Que yo respete el derecho del otro a pensar lo que quiera, no significa que tenga que respetar aquello que piensa, y mucho menos que tenga que respetar la pretensión de imponerme sus ideas y su forma de vida.
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